Comentario
A la hora de efectuar una valoración general sobre el significado de la arquitectura urbana hispanorromana, ha quedado demostrada su importancia como uno de los principales vehículos de expresión del poder de control que sobre todos los aspectos de la vida de los ciudadanos ejercía Roma como potencia dominadora. Esta sensación de dominio fue imponiéndose sobre las distintas áreas de la Península de una forma gradual y siempre ajustada a la realidad de cada momento.Ya la arquitectura de los primeros momentos de la conquista, eminentemente militar por necesidad, ofreció exponentes como el impresionante dispositivo ciclópeo erigido en la zona superior de Tarragona para proteger a las tropas romanas allí concentradas que constituye todo un símbolo de prestigio y de poder. A medida que fue ampliándose el territorio conquistado, en aquellas zonas dotadas de unos signos de mayor desarrollo cultural es donde comenzó a implantarse un decidido programa de introducción de las manifestaciones de la más genuina tradición itálica.
Este proceso, que tuvo su inicio en el comienzo del siglo I a. C., encuentra en Ampurias, y en particular, en su foro, el ejemplo más destacado de la trascendencia que otorgaban los romanos a la urbanización como instrumento de romanización de un territorio. Este fenómeno experimentó un considerable auge a partir de la segunda mitad del siglo I a. C., cuando, primero César, y a continuación, Augusto, abordaron la remodelación de toda la Península, una vez pacificada. Es el momento en el que surgen nuevos modelos urbanos que pretenden ser un reflejo del prestigio alcanzado con bastante frecuencia a raíz de un ascenso en el rango jurídico.
Las capitales de provincia cumpliendo su función de órgano representativo del poder central imitan programas monumentales y decorativos procedentes de la metrópolis. El culto al emperador y, en definitiva, el nuevo régimen, empieza a apoderarse de las principales manifestaciones de la vida ciudadana, precisamente, a través de la arquitectura adornada con elementos iconográficos de gran carga simbólica que encontrarán su máximo exponente en los conjuntos arquitectónicos dedicados al culto imperial provincial (Tarraco, Augusta Emerita, Colonia Patricia).
En el siglo II, la monumentalización de las ciudades estaba llegando a su techo y, salvo la excepción de la Nova Urbs de Itálica, que no tiene parangón en toda Hispania, la actividad constructora ya no tuvo empuje del siglo y medio anterior. Comienza a partir de aquí un lento proceso de decadencia en el que, paulatinamente, las ciudades hispanorromanas irán siendo despojadas de sus principales exponentes monumentales.
Este desmantelamiento se verá agudizado a raíz de la crisis del siglo III, donde una nueva sociedad, a pesar de seguir conservando durante algún tiempo la fe en el emperador como señor y dios viviente, ya no dispuso de los mismos mecanismos de representación y participación política que durante 300 años habían cohesionado la población provincial y, así, la arquitectura que había ido jalonando el desarrollo de la vida urbana fue perdiendo sus funciones hasta convertirse en la mejor cantera para las construcciones de unas ciudades, viejas en el tiempo, pero nuevas en cuanto a su fisonomía y organización interna.